Pocas cosas
quedan que añadir a todo lo que se ha dicho sobre esta novela, cautivadora,
fascinante y llena de poesía e imágenes rotundas: La siesta de M. Andesmas,
de Margarite Duras ( Gia Dinh,
Vietnam, 1914 – París, 1996), un nuevo
acierto de la Editorial Demipage. En esta narración está M. Andesmas, un perro
que pasa, una niña que no sonríe y la mujer de un constructor. Pero, además,
está Valerie, la hija de Andesmas, que no se hace corpórea pero que transita
por el texto con una fuerza plausible y demoledora que es, a la postre, la
pieza que engarza el texto. La pasividad de M. Andesmas es únicamente corporal,
una pasividad de espera, de tranquila observancia y paciente demora. Un
duermevela donde en apariencia no sucede nada, pero que encierra toda la lírica
de una novela espléndida, reflexiones sobre la pasión, el deseo, y una
incertidumbre que llena de palabras y belleza la inquietante tarde de M.
Andesmas.
Hay una tensión
erótica que nunca termina de suceder, que tiene al lector expectante ante algo que
siempre está a punto de ocurrir y nunca termina de pasar, al menos, no como en
un principio se imagina. La mujer del contratista se acerca a M. Andesmas y le
inunda con el olor de sus cabellos, le susurra con un aliento cálido y
provocador, pero Andesmas vaga por sus recuerdos, por la risa de su hija, por
la letra de la canción que sube desde la plaza del pueblo y se cuela por las
ramas arbóreas que circundan la casa.
Juega Duras con
varias técnicas narrativas, y el presente se entremezcla con el pasado, con las
voces que regresan y la memoria que fluye como un inagotable caudal poético, y
un futuro oculto en tanto que revelador. Pero por encima de todo está el placer
irrefrenable de la lectura, la infinita sensibilidad poética y literaria de
Duras, la sensación –primero-, y la certeza –después-, de tener entre las manos
una obra maestra.