Gonzalo Hidalgo
Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950) siempre me deja con ganas de más. De
más literatura grande, de su narrar sostenido e intenso, porque Hidalgo Bayal
es uno de los autores que mejor escriben en este país. En Campo de Amapolas
Blancas, echa mano de la memoria, con esa forma prodigiosa y letal que
tiene de presentarnos las historias, el tiempo, los cines y los viajes, los
amores iniciaticos, en fin, la vida misma, bajo su prisma particular y
estético.
La narración nos
traslada a los años sesenta y a su relación con H (letra muda), del que no
sabemos su nombre y, por eso mismo, es la focalización literaria de todos los
descubrimientos juveniles, de las ansias infinitas de libertad. El tiempo los
distancia, los aleja como a dos gotas de lluvia que cayeran en países
diferentes, tan similares en su lejanía, en ese París bullicioso y efervescente
que los dos descubren con la nostalgia de saberlo efímero. Un paseo, una
silueta avejentada y triste, encorvada por los años y las desgracias, es el
punto de donde parte el resorte que activa la memoria.
No hay en su
escritura autocomplacencia ni idealización (ni de la juventud, ni de la
libertad o liberación), no se deja llevar por el caudal inmenso de los
recuerdos, ni cae en falsos artificios novelísticos. Es, por el contrario, la
contención de su decir, la meticulosa precisión de sus palabras, lo que atrapa,
lo que nos deja ante el bullir de lo que cuenta como una necesidad de seguir
los pasos de tanta exactitud literaria.
Hace bien
Hidalgo Bayal en seguir siendo un escritor independiente (ya saben a lo que me
refiero), justo y apasionado, con una enorme dignidad hacia su propia
literatura. Está en lado más limpio de las letras, en el lugar desde donde
escribe quien sabe que esto de la literatura no es un juego.
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