2666, y ahí me
quedé. Todo lo que ha escrito Roberto Bolaño (Santiago de Chile 1953 –
Barcelona 2003), ha sido para llegar a esa novela (lo de antes) o para partir
de esa novela (lo de después) hacia otros lugares. Alguien me ha dicho que el
estilo de Roberto Bolaño es, precisamente, que carece de estilo, por lo que
podemos asegurar que tiene un estilo propio, un universo firme y peculiar,
intenso, que lo ha llevado a explorar otras latitudes de la narración. En Amuleto,
narra las vicisitudes de Auxilio Lacouture, que, tras quedar encerrada en el
baño de la facultad de filosofía y letras durante la ocupación policial de
1968, emprende un camino memorístico que no sólo la lleva a la remembranza del
pasado, sino que proyecta, más allá del tiempo presente, un futuro que
vislumbra con la misma clarividencia. De ahí que la realidad de su pasado se
alce a una especia de vida visionaria, como un dolor que redime.
Su irregularidad
narrativa es rápida, vertiginosa, como si fuera saltando entre casualidades,
entre retazos de historias sueltas que conforman, a la postre, el núcleo de un
texto que recorre parte de la intelectualidad mexicana en un monólogo
trepidante y descorazonador, a ratos inconsciente, otras veces hondo y
simbólico. La cotidianeidad, la inocencia, el descubrimiento de la propia
condición, se van alternando con la vinculación que Auxilio Lacouture tiene con
escritores como León Felipe, Pedro Garfias o Arturo Belano, en una suerte de
dispareja relación que ocupa un escenario de paisajes nocturnos y ámbitos
distantes. Una novela, en resumen, que no defrauda, que muestra la altura
literaria de un escritor prematuramente desaparecido y que ha dejado un legado
que, a buen seguro, nos irá llenando las papilas gustativas de una buena
lectura.
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