Lo que hace en
cada libro Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt,
1945), es crear un ambiente a la manera de un escenario teatral. Antes
de empezar a narrar la historia, nos enseña los lugares por donde discurrirá.
Pero además, cuida la iluminación, los olores, la tenuicidad de cada color, los
matices de un sofá algo deshilachado por el tiempo y el uso. En esta ocasión
hablamos de su novela En el Café de la Juventud Perdida, donde empieza
describiendo el café Le Condé desde la visión de un narrador del que jamñas
conoceremos su nombre. Allí se reúnen los bohemios, poetas, estudiantes y toda
esa fauna parisiense que tantas líneas ha llenado.
Y en ese
ambiente, en esa sutil neblina en que Modiano nos envuelve, está Louki, una
joven misteriosa que nos es presentada a través de los ojos de varios
personajes, pero a la que acabamos conociendo por suposiciones, ya que en
realidad nadie nunca profundizó en ella, no, al menos, de esa forma tan
compleja como para no dejar ver únicamente la grisura de la existencia. En el
Paris de los años 60, Louki encarna la nostalgia, el misterio, ese amor
novelesco y confuso que sorprende. Y después de todo eso, cuando empezamos a
querer a Louki de esa forma esquemática en que nos la presenta, llega el
capitulo en que es ella misma quien toma el mando de la narración, y nos cuenta
que es una joven sin raíces, que ha decidido romper con una parte de su vida, y
que pretende encontrarse en medio de ese mundo que se ahoga.
Así es Patrick
Modiano y así es su escritura, bella por encima de todo, compleja en su
perfección, en esa manera que tiene de poner las palabras al servicio de un
seductor recorrido por la alta literatura. La construcción de los personajes,
los admirables monólogos con que ellos mismos van cincelando su personalidad, son
de un virtuosismo tan absoluto, que es extraño que aún no tenga el Nobel.
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